(Colaboración de Santiago Rivadeneira de la revista Apuntador)

Visión ciudadana del espectador

En el terreno de las inferencias la “visión ciudadana” o la “ciudadanía”, respecto del teatro, como concepto sociológico o antropológico, parece indicar un campo de contradicción –estética, epistemológica, hasta semántica– que impide una definición más clara de lo que significa el rol de espectador, como depositario final de un espectáculo. Las mismas inferencias podrían obligarnos a establecer supremacías y jerarquías entre los componentes del espectáculo: el espectador (no) solo es un ciudadano, no al menos en el sentido en que parece entenderlo la ciencia o la crítica.

Sin embargo, las denominaciones siempre resultan arbitrarias y pueden desarticular cualquier vivencia, cuando aluden de manera constante al problema de la percepción. Es decir, el espectador se compromete con un proceso creativo que tiene como resultado la materialización y visualización del pensamiento (Patricia Cardona). La percepción, por lo tanto, siempre será un proceso de selección. Y esto quiere decir que, su tarea es eliminar aquello que no haya sido codificado o estructurado suficientemente. Por otro lado, descarta todo lo que no interesa a sus necesidades emocionales o a los requerimientos de su propio cuerpo.

Los términos de la demanda son: unidad, claridad y coherencia. Impulso, acción, precisión. En síntesis, la percepción no es el conocimiento total del objeto. Entonces, las artes escénicas se construyen alrededor de las leyes biológicas de la percepción y la atención.

Pero ambas conceptualizaciones, la visión ciudadana y la de espectador tienen que ver con la mirada. Ambas acciones construyen sentido. Cuando queremos ir más allá de lo meramente testimonial y el análisis se enmarca en el terreno de la reflexión o de la crítica, el espectador solo es un ‘dato de hecho’, por lo tanto, en el mismo terreno de la arbitrariedad, no hace falta demostrar su existencia. Mientras que el ciudadano ejerce la participación pública de su comprensión de la realidad.

¿Cómo se configura esa contemplación en la que consiste la actividad del espectador? O, dicho de otra manera, ¿cuáles son los sentidos demandados por el espectáculo? ¿Y cómo se configura también la misma contemplación cuando la mirada ciudadana se ve atravesada por determinadas mediaciones?

El espectáculo –la relación espectacular– se constituye en la distancia, en una relación distanciada que excluye la intimidad en beneficio de un  determinado extrañamiento. En otros términos: el espectáculo parece tener lugar allí donde los cuerpos escrutan en la distancia.

Y sin embargo ambas miradas son distintas e iguales.

Una precisión adicional: la mirada del espectador –de un espectador/a en el acto de la contemplación– se dispone a operar sobre un cuerpo que actúa en el mismo instante en que sobre él se dirija la mirada del espectador. Surge  de esa manera la relación espectacular. Del otro lado, la visión o la mirada ciudadana, ya no opera sobre un cuerpo próximo, sino sobre los efectos posteriores del espectáculo, sobre el espejismo de la mirada otra, esta vez inexorablemente cotidiana. La visión ciudadana, muy a nuestro pesar, restituye la injerencia de lo profano, seculariza esa distancia espectacular y la pervierte.

A esta nueva distancia, la del ciudadano, en términos de valor, solo le concierne afirmar lo que antes había negado como espectador. Me explico, con el siguiente juego de palabras: la relación espectacular comporta un cuerpo y una mirada. La distancia trazada por esa mirada proveniente de un cuerpo negado –el del espectador-  y que tiene por objeto otro cuerpo, este sí plenamente afirmado.

La visión del ciudadano, entonces, recobra el cuerpo negado en función de la relación espectacular y también restituye la noción de distancia que no es espectacular sino social.  Hemos constatado ya del porqué de la exclusión del cuerpo del sujeto que mira –del espectador, en suma-: su emergencia aboliría la relación espectacular en aras de una relación de intimidad.

La distancia, diría en tanto elemento constitutivo del espectáculo, se nos revela como huella de una carencia, la de ese cuerpo negado de ese espectador que, reducido a la mirada, se entrega a la contemplación de otro cuerpo esta vez afirmado –en su exhibición- y que por ello se manifiesta necesariamente fascinante.

Otro de los elementos que se excluyen de esta nueva consideración es la seducción. La visión ciudadana, importante e incluso necesaria, se vuelve racional, estoica a veces o conspicua. Lo que descarta la visión ciudadana, en legítimo derecho, es apropiarse de la mirada deseante del otro. La dimensión económica del espectáculo ya no cuenta para esta injerencia que se sustituye bajo una dimensión de poder distinta en la que opera solo el criterio mercantil de los vestigios o el rastro de lo visto o percibido. Y que una vez desvanecido el prestigio, hecho el silencio, caído el telón, re/colorada la vida normal, se sitúa en la prolongación infinita de los recuerdos (Jacques Copeau).

Otra vez se da una suerte de concreción o de re-concreción de los valores de uso. Y está la representación, como una densidad que actúa escondida justamente en el mercado. Y cuando se deja ver aparece la necesidad de la formación estética del ser humano como experiencia colectiva. Y este es un nuevo espacio para la representación en el que se “organiza la anarquía”. La teatralidad hace de la insignificancia del mundo un conjunto significante.

Significancia reversible –si así puede llamársela– y probablemente sea ésta la mayor tarea del teatro, en la medida que las redes de significación inscritas en el espacio escénico, leídas y ordenadas por el espectador, revierten en la lectura del mundo exterior y permiten su comprensión. El valor didáctico del teatro depende de la constitución de un espacio ordenado en donde pueden ser experimentadas las leyes de un universo del que la experiencia común solo hace visible el desorden.

Terminemos diciendo que el teatro y las artes escénicas, son una práctica arraigada en aspiraciones intrínsecamente contradictorias. Cada obra de teatro que importe –y cada espectáculo– que merece tal denominación, encarna un ideal de singularidad, de voz singular. Pero el teatro, el hecho teatral, que es acumulación, encarna un ideal de pluralidad, de multiplicidad de referentes, de puntos de vista, de fárrago. SR

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